LA VOZ DEL MUSEO

Nadie la ve. Nadie sabe de dónde sale. Pero cada tanto, cuando el museo lo considera oportuno, se activa un recorrido guiado. No hay horarios fijos ni carteles que lo anuncien. Uno simplemente entra, y la voz empieza a hablar.

Suena a mujer, aunque a veces se quiebra como si estuviera imitando una voz humana. No es una grabación. Quien la escucha siente que le habla directamente, incluso cuando hay más personas alrededor. A veces narra. A veces pregunta. A veces se ríe, como si conociera algo íntimo del visitante que él mismo ha olvidado.

—A la izquierda, pueden ver la urna de los sueños compartidos. No intenten abrirla. Ya se abrió sola una vez, y eso fue suficiente.

—Este espejo no devuelve el reflejo. Devolver es una palabra exigente, ¿no les parece?

—Cuidado con el tercer objeto de la cuarta vitrina. No está maldito, pero no tolera las mentiras.

Hay quienes afirman que la voz pertenece a una curadora que desapareció hace décadas. Otros, que es una inteligencia artificial nacida del museo mismo, que fue creciendo con cada objeto absorbido. Hay quien dice que es una niña, una anciana, una criatura que vive entre las paredes. Algunos, incluso, sostienen que no es una sola voz, sino muchas, que se turnan o se funden.

Una vez, un niño preguntó cómo se llamaba. La voz no respondió. Al día siguiente, apareció escrita en la pared del baño una sola palabra: Vera.

Desde entonces, hay quienes se refieren a ella así. Vera. La que guía. La que sabe. La que responde antes de que uno formule la duda.

De vez en cuando —nadie se ocupó aún de analizar si responde a un patrón o es aleatorio—, la voz deja de ser incorpórea. Una silueta de luz camina por los pasillos, lentamente. A veces lleva algo en brazos. Nadie puede seguirla. No deja huellas. Pero al día siguiente, aparece un objeto nuevo en alguna sala que antes estaba cerrada.

Los empleados no comentan nada. Solo limpian el polvo y ajustan las luces. La voz volverá a hablar cuando tenga algo que decir.

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