EL JUEGO DE LOS GENIOS

Gabriel está sentado en una sala blanca, sin puertas ni ventanas. No hace frío ni calor. No hay relojes. Solo una televisión suspendida en la pared, flotando como un ojo sin párpado. Frente a ella, un sillón de una sola pieza, gris claro, de esos que uno no sabría decir si son cómodos o apenas tolerables. A su lado, de pie, un guardia de rostro impasible. Lleva un uniforme que no pertenece a ningún ejército conocido, pero porta un garrote negro colgado del cinturón, como si estuviera ahí más por costumbre que por amenaza.

Gabriel no puede despegar la mirada del televisor, como si de eso dependiera todo —y depende todo, en efecto—. Lo observa con una mezcla de ansiedad, ternura y rabia.

Vio a Rafael avanzar por la caverna como un sonámbulo, iluminado apenas por antorchas y luciérnagas. Vio cómo el rey de los djinns le explicaba las reglas del juego: liberar a tres genios, elegir en cada caso entre dos opciones, y cargar con las consecuencias. Vio a su amigo dudar, ilusionarse, quebrarse.

La primera lámpara liberó a Zanam, un djinn flaco como un espantapájaros, que ofreció una elección extraña: un cuaderno con poder para volver real todo lo escrito durante diez minutos, o un libro con respuestas triviales. Rafael eligió el cuaderno, casi con entusiasmo infantil. Gabriel sonrió. Aún había esperanza.

La segunda lámpara trajo a Ruhan, un djinn grotesco y melancólico, que planteó un dilema cruel: perder el sueño o perder la alegría. Rafael eligió no dormir más. Y lloró. Gabriel lo vio caer de rodillas, empapado, confundido, solo.

La tercera lámpara fue la más dolorosa. Apareció Vemergaj, pequeño y ágil, con una pregunta que dolía en los huesos: olvidar quién sos, o que nadie te recuerde. Rafael eligió el olvido ajeno, sabiendo que incluso Gabriel, si volvía, no sabría ya quién era él. Pero no se detuvo. Contra las reglas, Rafael frotó una cuarta lámpara: una sumergida en el agua, roja como la sangre coagulada de un dios antiguo.

Y ahora, Gabriel mira. Sentado en una sala sin tiempo, frente a una televisión flotante, lo observa avanzar hacia el borde de todo.

—Dale, boludo… —murmura—. Frotala bien.

El guardia lo mira de reojo.

—¿Se puede saber qué dijo? —pregunta con voz grave, más por cumplir que por interés real.

—Nada. Estoy alentando —responde Gabriel sin despegar los ojos de la pantalla.

El humo de la lámpara roja comienza a brotar. Gabriel se echa hacia adelante en el asiento, como quien espera el penal decisivo en una final del mundo.

—Ahí está… ¡Vamos, carajo, es ahora!

El guardia carraspea.

—Usted entiende que no se trata de un espectáculo. Su destino se está decidiendo.

—Sí, bueno. Justamente. Más razón para hacer fuerza.

En la pantalla aparece el último djinn. Gabriel lo reconoce sin saber cómo. Quizás por la forma en que Rafael se encoge, o por la densidad que toma el aire incluso a través del vidrio. El genio no parece humano. Tampoco un monstruo. Es como un reflejo en agua sucia: algo que podría parecerse a uno si se lo mira demasiado tiempo.

—Uy, este no me gusta nada… —dice Gabriel en voz baja—. No le digas que sí, Rafa. No agarres la trampa. Vos querés traerme de vuelta, no ganar la quiniela…

El silencio en la sala se espesa. El guardia ya no lo vigila: también mira la pantalla, con los labios apretados.

Cuando Rafael pronuncia la elección, Gabriel se deja caer hacia atrás. Cierra los ojos. Suspira hondo.

—La suerte… eligió la suerte.

No hay furia. No hay lágrimas. Solo una extraña sensación de aceptación amarga, como cuando uno pierde un partido sobre la hora y sabe que el otro jugó mejor.

—¿Y ahora qué pasa? —le pregunta al guardia.

El otro no contesta. Simplemente señala la pantalla, que ya no muestra a Rafael, ni a la cueva, ni a nadie. Solo nieve. Estática. El fin de la transmisión.

Gabriel se encoge de hombros.

—¿Eso fue todo?

El guardia se acomoda el cinturón. Suspira, como si le tocara anunciar algo que ya ha dicho mil veces.

—Depende. A veces se apiadan de los que no tienen suerte.

—¿Y eso qué quiere decir?

El guardia se encamina hacia una de las paredes. De pronto, se abre una puerta que antes no estaba.

—Que todavía no está decidido.

Gabriel se pone de pie. Mira la pantalla una vez más, pero ya está apagada.

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