No recuerda su nombre. Si alguna vez lo tuvo, se deshizo de él cuando aceptó el trabajo. Lo cierto es que no lo necesita. En esta sala sin relojes ni ventanas, sin frío ni calor, donde los únicos movimientos son los ojos que parpadean y las imágenes de la pantalla, los nombres importan menos que la compostura.
Vigila. Esa es su tarea. No intervenir. No opinar. No consolar.
Pero a veces, cuando el que mira la pantalla murmura algo —un insulto, una plegaria, un nombre entre dientes—, se permite una distracción.
Cada uno tiene su método, sus reglas, su margen de error. Pero todos llegan a lo mismo: a ese momento incierto en que el alma suspendida —el muerto, si aún se lo puede llamar así— espera. Mira. Escucha sin oír. Espera.
No siempre se trata de djinns. Puede ser un conjuro murmurado en una lengua extinta, una ofrenda arrastrada por los pasillos de un templo sumergido, un algoritmo disfrazado de plegaria. En ocasiones es una carta que llega a destino, una canción que alguien vuelve a cantar en el tono exacto, una mentira dicha con la convicción suficiente como para resucitar lo que negó.
La espera puede durar minutos. O años. Ha acompañado a quienes fueron traídos a ese umbral por el capricho de un dios menor, por un poema, por un error en la maquinaria del tiempo. Ha visto intentos ridículos y gestos heroicos. Ha visto sacrificios inútiles y regresos imposibles.
Y sin embargo, cada vez, repite su parte. Mira. Escucha. Se mantiene erguido.
Hasta que algo cambia en la pantalla. Hasta que se pronuncia la última elección. Hasta que la imagen se disuelve.
Entonces sí, habla. Dice lo que debe. Señala la posibilidad que queda. A veces una puerta. A veces un silencio definitivo.
El de ahora se llama Gabriel. Lo sabe por los registros. Otro que mira la transmisión con el corazón atado a un cuerpo ajeno, a un destino ajeno. A un intento.
El guardián ha visto muchos como ellos. Cientos. Miles. Algunos se quedan callados, hipnotizados por la pantalla, como si mirar bastara para torcer el final. Otros se desesperan y golpean las paredes, sin notar que no son paredes, sino tiempo detenido. Pero Gabriel es distinto. Habla. Alienta. Se emociona.
El guardián no debería escuchar, no debería responder; sin embargo, lo hace.
—¿Se puede saber qué dijo? —pregunta por costumbre. Una frase vacía, como la rutina de ajustar el cinturón o carraspear sin necesidad.
Y cuando Gabriel le contesta “Estoy alentando”, el guardián siente una punzada. No de empatía, sino de memoria. Porque aunque no tiene nombre, aunque no recuerda su historia, hay algo en ese aliento que le resulta familiar. Como si alguna vez él también hubiese alentado a alguien frente a esa misma pantalla.
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