El edificio está escondido detrás de una hilera de álamos grises que apenas alcanzan a disimular el cerco de alambre y las rejas oxidadas que lo rodean. Desde la calle, parece una escuela abandonada, un hospital en ruinas o el pabellón trasero de algún reformatorio olvidado. No hay carteles visibles; solo una chapa colgada en la entrada que alguien pintó a mano con el nombre completo de la institución y una cruz blanca desdibujada por la intemperie.
Dentro, el olor es siempre el mismo: una mezcla rancia de lavandina, humedad y fármacos. Las paredes, pintadas de un verde desvaído, conservan manchas antiguas que nadie se esfuerza en tapar. Las ventanas están clausuradas con candados y mallas metálicas. A cualquier hora del día, la luz es escasa. Todo parece detenido en un tiempo ajeno, sostenido por una rutina que se repite con una cadencia de relojería gastada.
Los pasillos son desproporcionadamente largos, y los pasos se amplifican sobre los mosaicos resquebrajados. Se oyen murmullos, zumbidos, radios encendidas, puertas que se abren y cierran con un quejido metálico. A veces hay gritos. Otras veces, solo un silencio espeso, como si todos estuvieran esperando algo que no llega.
En la sala común hay sillones descascarados enfrentados a una televisión que nadie mira.
Los internos deambulan, algunos con pasos ausentes, otros repitiendo palabras sin sentido. Saltan en una baldosa específica, como si creyeran que va a abrirse una compuerta. Se ríen solos y aplauden cada vez que termina la canción de la radio. Algunos lloran sin lágrimas. Hay quienes ya no distinguen si están adentro o afuera, si los días pasan o se repiten como un eco.
El patio es pequeño, cercado por una medianera alta. Solo se accede a ciertas horas, bajo supervisión. Las colillas de cigarrillo se amontonan en un rincón. Allí, algunos internos conversan en voz baja, otros fuman con desesperación, como si cada bocanada fuera un ancla para no desintegrarse.
La rutina está pensada para protegerlos, dicen los profesionales. Horarios estrictos, control de medicación, sesiones de terapia. Pero también hay zonas grises, rincones donde no llega la vigilancia, silencios donde habita el abandono.
A los familiares se los recibe en un sector especialmente acondicionado: una sala con sillas de plástico, una mesita con revistas viejas y un dispenser de agua tibia. Las visitas no pueden extenderse demasiado. Los médicos explican que el contacto debe ser dosificado.
El "Buen Reposo" tiene nombre de consuelo, pero todos los que han pasado por ahí saben que no hay descanso posible.
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