Todos los pacientes hacen la fila y esperan su cóctel de antidepresivos, antipsicóticos, estabilizadores del ánimo, ansiolíticos y sedantes.
Luna está ansiosa, como todos los días. Se rasca los brazos hasta irritarse la piel. Implora que le cedan el lugar, pero nadie quiere hacerlo. Gruñe, cuida su sitio como si quisieran robárselo, y aguanta la demora hasta que finalmente le toca recibir su ración.
Se mete las pastillas una a una, como si fuesen caramelos benditos. El efecto relajante y el apartamiento de la realidad que le ofrece el cóctel es el único estado que todavía le da una razón para seguir respirando.
Se acuesta en un sillón, con los ojos entornados, aislándose de los bailes, los gritos, los tics de los otros internos, la radio encendida a todo volumen y las ventanas cerradas con candado.
Recuerda un vestido de nido de abeja, la voz de su madre cantando en la cocina, un globo rojo perdido en una tarde de feria. También viejas vacaciones en la costa, una carpa que volaba con el viento, un ligue fugaz que le enseñó a fumar mirando el mar.
Se queda quieta, con la mirada fija en un punto que no existe, como si contemplara un agujero diminuto que se abre hacia otro mundo. Tiene una sonrisa torcida, dibujada por los sedantes. Podría parecer que duerme, pero en realidad flota.
Y mientras flota, todo lo que la rodea se vuelve ajeno. Solo queda ella, y esa paz fabricada con químicos que le permite estar sin desear irse.
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