AMBIGUO

Andrés adora a su hijo, pero no sabe ser padre. O no quiere aprender. Siente un amor torpe, desordenado, como una planta que crece torcida buscando el sol, pero que nunca encuentra la dirección justa. Para compensar su ausencia o su incomodidad, le pasa a Susana todo el dinero que puede. También le compra a Bruno regalos que no siempre entiende: juguetes demasiado sofisticados, libros que el chico aún no puede leer, una remera de un superhéroe que ya pasó de moda.

Por suerte —piensa Andrés con alivio, aunque también con un dejo de celos que le cuesta reconocer— Bruno adora a Eusebia. Tiene con ella una fascinación tan intensa que parece no necesitar a nadie más. Cuando le toca cuidar a su hijo, Andrés intenta estar a la altura, pero al rato ya está buscando una excusa para salir. A veces lo deja frente al televisor y se escapa al bar, otras finge una llamada urgente del trabajo.

Eusebia nunca le dice nada, pero cuando vuelve, lo mira de una manera que lo desarma: como si supiera todo, como si ya lo hubiera visto en otros hombres antes que él. Andrés baja la mirada, besa a su hijo en la frente y promete, en silencio, que la próxima vez va a quedarse un rato más.

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