BRUMA

Es el cuarto cigarrillo que fuma mientras camina de esquina a esquina. Entre pasos nerviosos, murmura reproches contenidos durante años, como si cada vuelta a la cuadra borrara la distancia que la separó de Rodríguez.

María Eva juró no regresar jamás, pero… A fin de cuentas, es cierto, necesita dar este paso hacia atrás para avanzar, a pesar de lo morboso de la situación.

Nunca visitó a su padre; también decidió dejar de verlo, aunque él la llamó al principio una vez por semana, después una vez por mes y, finalmente, cada tanto. 

Antes se juntaba a tomar un café con su hermano, cuando él estudiaba en la Facultad de Tecnología, pero poco tiempo después perdieron el contacto.

Ahora está a punto de volver a ver a su madre, si logra reunir el coraje para entrar y deja de vagar de esquina a esquina, encendiendo un cigarrillo tras otro para calmarse. Se repite que no vuelve para ver a su madre, sino para doctorarse con una tesis sobre una mujer desquiciada que arruinó a mucha gente.

Aplasta el cigarrillo retorciendo la suela de su zapatilla Converse en la vereda y entra al centro de salud mental suspirando porque ya no hay vuelta atrás. Presenta los papeles y camina por un pasillo escoltada por un enfermero hasta que la ve en la sala común. A medida que se acerca, va construyendo la imagen de una mujer patética, demacrada. Su madre se olvidó de cómo se habla, aislada en un laberinto de soledad y fantasmas.

A Luna le brillan los ojos cuando la ve, o eso quiere creer María Eva.

No obtiene ninguna respuesta de su madre. Las enfermeras tampoco aportan mucho. Los doctores creen que Luna no incendió la casa, que la culparon porque no supo defenderse, debido a que el estrés de contemplar el incendio despertó su demencia.

No fue su madre. Ella no era una asesina. Pero ahora todo eso ya no importa. Es demasiado tarde. Y tampoco ella es inocente.

María Eva no sabe si su madre fuma, pero igual le deja algunos cigarrillos sobre la mesa. Le da un beso en la frente y se va.

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