Los doctores ya no pueden hacer nada. Lo único que le queda a Norberto es rogar no sufrir demasiado, vivir más allá de lo pronosticado y morir dignamente.
Ya no tiene a su mujer para descargarse con ella. Está solo.
Se toma una damajuana entera del pico como si estuviera rellena de agua y no de vino.
Quiere salvarse.
Quiere seguir viviendo.
Norberto llora abrazado a la damajuana, que está apoyada sobre la mesa como si fuera un vaso.
Sale de su casa caminando como puede, apoyándose en las paredes de las casas y en los postes de luz. Camina de a enviones, de un punto de apoyo a otro.
En un par de cuadras, llega a la calle 10. Camina seis cuadras más, hasta el 996.
Golpea la puerta.
Al rato, abre Eusebia y se queda en el marco, sin invitarlo a pasar, esperando que le diga qué quiere.
Norberto la abraza y le implora ayuda. Está enfermo. Nadie puede hacer nada para ayudar, excepto ella. Está seguro de que puede curarlo.
Eusebia lo mira. Apoya su mano izquierda en la panza de Norberto. Él siente que atraviesa su camisa, su piel y su carne. Siente que le agarra los órganos y se los retuerce.
Eusebia menea la cabeza despacio. Norberto siente cómo la esperanza se le desangra en el pecho.
Norberto se queda un instante en la puerta, con el frío de la calle trepándole las piernas, antes de darse vuelta y tambalearse hacia la plaza.
Eusebia podría haberlo salvado. Pero Norberto mató a su mujer. Ella no ayuda a hijos de puta.
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