Eduardo es el único que no asiste al velorio de Luna. Se encierra en un cuarto sin ventanas, rodeado de cables y pantallas, diseñando el código que lo volverá inmortal.
Estudia programación con una obsesión silenciosa. Gana dinero con criptomonedas antes del derrumbe. Compra la fábrica de autómatas en bancarrota y la convierte en su ejército de vigilancia.
Eduardo vacía los monoblocks. A algunos inquilinos los convence con dinero. A otros, los amenaza. El resto desaparece. La diferencia entre ser contratado o expulsado es apenas un tecnicismo. Cuando termina, los pasillos están en silencio. No queda nadie, salvo sus autómatas y sus servidores.
En el piso catorce de la torre B, instala el corazón de su imperio: una inteligencia artificial a la que llama L.N.A., en homenaje cifrado a su madre, aunque nunca lo admite. L.N.A. no habla. Procesa. Calcula. Decide.
Las torres, una vez colmadas de cuerpos humanos, ahora alojan su red de servidores, sensores, brazos mecánicos y cámaras omnipresentes.
L.N.A. toma decisiones para el control total de Rodríguez: a quién arrestar, quién debe desaparecer, a quién conviene proteger. No lo hace como un oráculo ni como una conciencia. Actúa por acumulación de datos, por extrapolación de variables, por algoritmos que devoran imágenes, sonidos, historiales clínicos y patrones de conducta. En seis meses, el hampa desaparece. Nadie puede competir contra una inteligencia que conoce cada movimiento antes de que ocurra. Las armas son reemplazadas por drones. Los soplones, por sensores. Los jefes, por Eduardo.
La IA no solo estructura su poder. También responde a las consultas de los rodriguenses. Si alguien quiere saber si debe separarse, cambiar de trabajo, tener hijos, operarse un lunar o prender fuego a su jefe, L.N.A. ofrece la respuesta precisa. Sin juicio. Sin demora. Sin margen de error. La IA les dice todo lo que tienen que hacer.
Alguien pregunta por un conflicto con su vecino. Otro, por una disfunción sexual. Otro, si debe abandonar a su hijo. Todos obedecen. Porque la voz de L.N.A. no es una orden, pero lo parece. No es divina, pero lo parece. Como si por fin la vida hubiese encontrado un modo de dejar de ser azarosa.
Hubo un tiempo en que Dios explicaba el mundo. Después vino el hombre, con sus gobiernos y sus ciencias. Ahora, eso también termina. Eduardo crea a L.N.A. para eliminar la duda. Para borrar el error. Para destruir todo lo que falló: primero a quienes arruinaron a su familia, luego a quienes no la protegieron, y por último a lo humano.
Su gesto no es teológico. Es estructural. Si antes hubo un dios, y luego un hombre, ahora comienza otra etapa. La existencia cede su lugar a la postexistencia. No hay sujetos, solo sistemas. No hay destino, solo cálculo.
De noche, patrulla la ciudad con su séquito de autómatas. Viste siempre igual: sobretodo negro, guantes de neopreno, un visor translúcido que lo conecta a L.N.A. como si fuera una extensión cerebral. Observa. Interviene solo cuando es necesario.
Pero parece que esa es solo una de sus formas. Hay quienes aseguran que vive en el núcleo del sistema, convertido en uno más de sus procesos automáticos, en alguna línea de código.
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