Son dos torres gemelas de cemento, grises y desolladas por la intemperie. Catorce pisos, cuatro departamentos por piso, pasillos estrechos, escaleras con olor a humedad y puertas metálicas repintadas una y otra vez. Fueron construidas en los años setenta como un proyecto de vivienda social. Con el tiempo, se volvieron un depósito de precariedad y crimen. Nadie quiere vivir ahí, pero muchos no tienen opción.
Al principio, fueron símbolo de progreso. Se entregaban por sorteo, con promesas de dignidad y comunidad. Las familias llegaban con muebles envueltos en frazadas, plantaban ficus en las entradas, organizaban ferias de ropa y ollas populares en los palieres. Los chicos jugaban a la pelota entre los autos estacionados. Había peleas, sí, pero también festejos y cumpleaños donde todos llevaban algo para compartir.
Después llegó la desidia. Los ascensores dejaron de funcionar, las luminarias no se repusieron, las rejas se oxidaron. El Estado retiró su presencia y quedaron a merced de la supervivencia. Algunos vecinos resistieron, otros se fueron, y el resto fue cayendo en redes de narcotráfico, redes clientelares, redes de abandono. Las torres dejaron de tener nombre: se las llamó “los monoblocks”.
En los pisos altos se instalaban los que no podían pagar ni siquiera un alquiler en el barrio. En los bajos, los que sabían cómo hacerse temer. Había departamentos tomados por clanes, otros por acumuladores, otros por fantasmas que nadie veía pero que todos juraban haber escuchado. Cada puerta escondía una historia, y ninguna era buena.
Cuando Eduardo puso la mira sobre ellos, ya nadie defendía el lugar. Los vecinos pedían ayuda a gritos. Querían irse, pero no sabían a dónde. Querían quedarse, pero no sabían cómo. La llegada de los autómatas fue silenciosa. Primero ocuparon espacios vacíos. Luego, los pasillos. Después, los cuerpos.
Hoy las torres siguen en pie, pero no como se las recuerda. Ya no hay gritos ni luces ni perros ladrando detrás de las puertas. Los monoblocks no duermen: calculan. Registran. Vigilan.
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