Sus andenes deslucidos, cubiertos de hojas secas y carteles corroídos, rara vez reciben a alguien. Los empleados, que aún fichan entrada y salida con rigurosa puntualidad, pasan la mayor parte del tiempo mirando el reloj, o haciendo crucigramas en grupo. Se saben de memoria las grietas del edificio, las telarañas del hall, los chirridos del portón oxidado.
Cuando por fin llega un tren —uno de los dos diarios— se arma una conmoción breve, como de fiesta inesperada. Todos corren a sus puestos, ofrecen ayuda con entusiasmo, dan la bienvenida a los pasajeros con una calidez casi teatral. No es que les importe tanto la gente: es que al fin tienen algo que hacer.
Solo dos formaciones cruzan Rodríguez cada día. Una viene desde Santa Rosa y se dirige a Once; la otra hace el recorrido inverso. Ambos trenes se detienen menos de cinco minutos. A veces nadie baja. A veces nadie sube. Pero eso no importa: el ritual se cumple igual.
Sin embargo, hay otra historia. Una que circula desde hace generaciones, susurrada por abuelos, vigilantes y borrachos solitarios: cada diez años, en una noche sin luna, a la medianoche exacta, pasa un tren sin nombre. No figura en los horarios ni en los registros de Ferrocarriles. Nadie sabe desde dónde parte ni hacia dónde va. Dicen que ese tren no lleva boletos, ni pasaje de regreso. Que si lo abordás, te lleva directo a una vida de felicidad interminable o a un pozo de amargura sin fin, dependiendo de cómo te hayas portado.
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