FUNDACIÓN DE RODRÍGUEZ

Don León Rodríguez, agrimensor errante y lector de estrellas, acampó en los bordes de la llanura. Venía trazando límites para el ferrocarril cuando, una noche sin luna, lo sorprendió un resplandor en el cielo.

No era un relámpago, ni un cometa. Era un objeto luminoso que flotaba en absoluto silencio, y que luego descendió con lentitud sobre un claro desconocido, entre los sauces.

Rodríguez siguió la luz sin miedo, guiado por una fuerza que nunca pudo explicar. Al llegar, encontró una depresión en la tierra, como un cráter reciente. En el centro, descansaba un artefacto —liso, metálico, tibio al tacto— que desapareció ante sus ojos al amanecer, sin dejar rastro.

Pero algo había cambiado. El aire olía distinto. Rodríguez, como tocado por una fiebre mansa, se quedó.

Con herramientas que nadie le vio traer y planos que jamás mostró, levantó la plaza, la Escuela Nº 1 —que aún conserva símbolos extraños bajo la pintura— y la iglesia, donde se mezclan cruces, soles, piedras y ojos tallados en madera.

Después vinieron el Banco —con sótanos que nadie ha terminado de explorar— y El Encuentro, un café de techos bajos que servía mate cocido y pan casero a los primeros pobladores. Cuentan que allí Rodríguez dibujaba figuras imposibles sobre los manteles de arpillera, mientras hablaba con personas que nadie más veía. Años después, cuando el café cambió de dueño, pasó a llamarse Aloha, aunque algunos parroquianos insisten en que, en ciertas noches, el cartel original reaparece por unos segundos.

Así nació Rodríguez: por obra de un hombre que vio algo en el cielo y decidió obedecer. Todo lo demás vino después, como si alguien ya lo hubiera escrito.

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