En la academia, Flavio Martínez hacía más flexiones y abdominales que nadie. En el circuito de tiro al blanco, tenía precisión de francotirador. Era un ninja en el campo de obstáculos. Imbatible en el combate cuerpo a cuerpo. En el fútbol era malo, así que lo mandaban al arco.
Pero un día empezó un largo camino de torpeza, ineptitud y ridiculez que condenó su carrera a la insignificancia. Era la prueba de atletismo. Todos teníamos expectativas de hacer el mejor tiempo porque, más o menos, andábamos todos parejos. El entrenador nos daba los tiempos al final, pero nosotros íbamos cronometrando y haciendo cálculos por nuestra cuenta. Flavio fue uno de los últimos en correr y nos aplastó desde la primera vuelta al circuito. Corría tan rápido que apenas lo veíamos pasar. Zum, una vuelta. Zum, otra. Zum, otra más. Hasta que, en vez de doblar en la curva, siguió corriendo hasta el pasto, arqueó su cuerpo y vomitó durante un largo rato. Flavio corrió tan rápido que vomitó. A partir de ese momento, todo se le fue en picada: sus ánimos, su estado físico, sus posibilidades. El cabo Martínez vomitó todo, menos su bondad.
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