Para pagar la carrera de Psicología, el alquiler, la comida, los impuestos y al psicólogo, Lautaro trabaja por la tarde en un callcenter y por la noche en el 911. Lo único que escucha son reclamos, quejas y puteadas. Todo el tiempo. Se le meten en la cabeza, lo corroen. A veces, cuando apaga el celular, todavía los escucha. Voces quejándose de todo. Como si el karma de la humanidad le hablara directo a él.
Lo único que quiere es comer una hamburguesa. La imagina perfecta: pan dorado, carne jugosa, queso fundido. Pero el empleado tarda. Se mueve lento, como si todo le diera igual. La bandeja está ahí, servida, pero nadie la alcanza. Las papas se enfrían. El hielo del vaso se derrite. A Lautaro se le nubla la vista.
—¿Hola? ¿Está listo o no?
Nadie responde.
En algún rincón de su cráneo se corta una fibra. Salta por encima del mostrador. En el aire, antes de caer del otro lado, ya sabe que va a hacerlo. No porque lo haya planeado, sino porque el mundo se lo está pidiendo. No es solo hambre. Es algo más grande.
Golpea al empleado como si fuera la voz anónima que lo insulta por teléfono. Como si con cada piña pudiera desactivar una queja, un reclamo, una orden. Como si el universo fuera un aparato descompuesto y solo se arreglara a trompadas.
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