No sabe el nombre del chico que pidió la hamburguesa. Apenas lo miró. Vio una cara más. Otra como tantas. Otra que pide lo mismo. Otra que se queja. Le da igual.
Está cansado. Se mueve por inercia, como una bolsa que rueda con el viento. Acomoda los panes en la plancha. Mira cómo el queso se derrite. Escucha el burbujeo de la fritura. No lo apura. No lo altera.
Sabe que las papas ya están blandas. Que el vaso de gaseosa debería tener más hielo. Que el chico que pidió todo eso está esperando. Y también sabe que va a seguir esperando.
Mira la hamburguesa. No piensa en nada. No recuerda por qué trabaja ahí. Quizás nunca lo decidió.
Cuando termina de armar el pedido, lo deja sobre el mostrador y no llama el número. No le importa. Baja la mirada. Se rasca la ceja. Se limpia las manos con una servilleta.
Cada tanto parpadea sin cerrar los párpados. Ha aprendido a simular, pero a veces se olvida. A veces quiere olvidarse.
Un zumbido le pasa por la nuca. Es la canción que suena, una que usaron para codificar órdenes. La cadena de hamburguesas no es real. Ninguna lo es. Todas son nodos. Satélites. Puestos de observación.
Levanta la cabeza justo cuando el chico salta el mostrador. No alcanza a retroceder. El golpe lo tira contra la máquina de helados. Una chispa le cruza la frente.
Entonces pestañea. El ojo se abre de más. Y el cuerpo empieza a brillar.
En un instante, el aire se quiebra. Lautaro, la bandeja, las papas, la pared de fondo: todo desaparece en un chasquido de energía azul.
El empleado se sacude el delantal, mira el hueco que ha quedado donde antes había rabia. Y vuelve a su tarea.
Acomoda otros panes sobre la plancha.
Escucha el burbujeo de la fritura.
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