SOLO FUE UN ACCIDENTE

Tomás manejaba su auto después de trabajar. Era tarde. Estaba cansado, pero no agotado. Sentía ese vacío tibio que le quedaba en el pecho después de un día largo, cuando no pasaba nada especialmente malo ni especialmente bueno.

Iba tranquilo, sin apuro. Miraba sin mirar, como si conociera de memoria cada semáforo, cada lomo de burro.

Hasta que los vio.

Caminaban por la vereda. Venían charlando. Reían. La pareja compartía un cucurucho de helado.

Tomás no frenó.

No lo decidió. No lo pensó. Apenas apretó el acelerador. Sintió cómo el motor respondía con un rugido seco, cómo el auto avanzaba más rápido. Como si sus manos no fueran suyas. Como si el auto supiera lo que tenía que hacer.

Y los golpeó.

El impacto lo sacudió todo. Escuchó un golpe sordo, los cuerpos contra el capó, el crujido del parabrisas astillándose, un chillido breve y luego el silencio. No el silencio de la noche, sino ese otro: el silencio que quedaba cuando algo se rompía para siempre.

Frenó unos metros después. Miró por el espejo retrovisor. Nada se movía.

Respiró hondo. El corazón le martillaba en las costillas. Se quedó ahí, aferrado al volante. No sabía si bajar, si seguir, si llorar. Una parte de él quería pensar que había sido un accidente. Que era el cansancio. Que no los había visto. Pero había otra parte, más profunda, más fría, que no decía nada. Solo recordaba el instante en que los había visto. Y cómo, sin pensarlo, había acelerado.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario