VERGÜENZA

Patricia golpeó la puerta de la casa de Eusebia.

—Quiero que cures a mi hijo —le dijo.

La anciana se rió.

—Tu hijo no tiene ningún problema.

—Sí, sí que lo tiene. Es gay. Y eso se le tiene que curar. Debe ser un maleficio que le echó el peste ese de Mateo.

Estaba harta de bajar la mirada en la calle, de sentirse avergonzada. Antes, se llenaba la boca contando dónde estudiaba su hijo, qué instituto prestigioso lo había contratado para dar clases y qué premio había recibido. Ahora no se animaba ni siquiera a nombrarlo. Trataba de no salir. ¿Para qué? ¿Para que la miraran, murmuraran y se rieran a sus espaldas? No. No.

—Señora —le respondió Eusebia—, si usted no quiere salir de su casa porque sus vecinos se burlan de algo tan normal como que a su hijo lo atraigan los hombres, vaya con un brujo y écheles una maldición. Y, ya que está, échese una a usted también.

Eusebia cerró la puerta con violencia, dejando a Patricia en la calle, sin soluciones satisfactorias.

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