ESTABAN PASEANDO

Enrique y Karina caminaban por la calle. Era una noche cálida, sin viento. La ciudad parecía dormida y ellos hablaban en voz baja, como si no quisieran despertarla. Karina se reía todavía de un chiste que Enrique había contado hacía dos cuadras, uno tonto, de esos que no daban gracia, pero que se volvían entrañables de tanto repetirlos.

iban comiendo un cucurucho de helado. Karina eligió menta granizada, como siempre. Enrique pidió dulce de leche con nuez, aunque prefería chocolate.

Cruzaban la calle sin mirar.

La vereda de enfrente tenía bancos y un mural nuevo. Karina quiso verlo de cerca. Enrique la siguió. No vieron las luces del auto, ni escucharon el motor que se aceleraba de pronto. Ni siquiera tuvieron tiempo de girar la cabeza.

El impacto fue brutal. Los cuerpos volaron y cayeron como muñecos de trapo sobre el asfalto.

Karina murió con sabor a menta granizada en la boca. No llegó a gritar. No entendió nada. Solo sintió el frío, la dulzura, el aire detenido.

Enrique murió con culpa.

No por cruzar sin mirar. No por el chiste tonto. Sino porque, en la fracción de segundo antes del golpe, cuando alcanzó a ver el auto lanzado contra ellos, tiró el brazo hacia atrás para protegerse.

Y no pensó en ella.

Murió con esa imagen clavada en los ojos. La mano extendida. La risa de Karina. Y el silencio que vino después.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario