UNA FORMA DE AMOR

Karina sabía que lo amaba. No con la certeza ingenua de la juventud, sino con esa convicción serena —casi resignada— que dan los años.

Sabía también que él jamás la amaría del mismo modo.

Sospechaba, desde siempre, que Enrique era gay. Lo había intuido en detalles menores, en silencios torpes, en una distancia que no tenía nombre pero se volvía palpable.

Aun así, aceptó casarse. No porque se engañara, sino porque pensaba que si no era con él, no valía la pena estar con nadie. Prefería una vida incompleta a una sin él.

Estaba dispuesta a todo: a resignar el sexo, a abrir la pareja y soportar en silencio el dolor de verlo volver con olor a otro. Todo, con tal de despertarse cada mañana y tenerlo al lado. Con tal de poder acariciarle la cara mientras dormía y sentir, aunque fuera por un instante, que era suyo.

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