ESA NOCHE

Qué raro. Más que raro: injusto. La mandaron a acostarse temprano, sin postre, sin televisión.

Sus padres estaban nerviosos. No se hablaban. Evitaban mirarse.

Catalina presintió algo. Pero prefirió no discutir.

Se fue a su habitación. Cerró la puerta con suavidad y, en lugar de dormir, eligió una novela al azar de la biblioteca del pasillo. No la conocía. Leyó sin ganas, solo para no pensar.

Pasaron pocos minutos hasta que escuchó un grito. El primer grito. La voz de su madre.

Saltó de la cama, corrió a la puerta. La manija no giraba. Intentó forzarla, pero alguien del otro lado empujó y cerró con llave.

Catalina gritó. Golpeó con las palmas, con los puños.

—¡Ma! ¡Mamá! ¡Mami!

Entonces empezaron los gritos de verdad. Muchos. Gritos como de animales.

Llorando, se dejó caer y se arrastró hasta debajo de la cama. Se tapó los oídos, pero los gritos seguían.

No podía entender los sonidos, ni siquiera sabía si los estaba oyendo o imaginando.

Ahí se quedó, temblando, con las manos en la cabeza, con el cuerpo hecho un ovillo.

Hasta que la puerta se abrió.

Contuvo el aliento. Rogaba que no fuera su padre.

Por suerte, era Horacio.

Se agachó con cuidado, la miró sin decir nada. Después se acostó junto a ella, debajo de la cama, como si también él necesitara esconderse.

—Esto que te tocó vivir hoy fue muy fuerte para alguien de tu edad —susurró—. Pero vos sos una nena muy inteligente, y vas a entender. Tu papá es bueno, intentó salvar a tu mamá, pero no pudo, ¿entendés?

Catalina no dijo nada.

—Igual, esto no se lo podés contar a nadie, mi amor. Nadie lo va a entender. No van a creer que tu papá quería salvarla.

La abrazó. Catalina apoyó la cabeza en su pecho.

—A partir de ahora, vas a vivir conmigo. Vas a tener todo lo que necesites. Todo lo que quieras. Vamos, querida.

La alzó en brazos.

Catalina todavía era chica, pero esa noche se le quedó grabada como un recuerdo que le caminaría por dentro toda la vida, como un monstruo que espera, paciente, a que crezcas.

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