El ritual había salido muy mal. Mateo no podía creerlo. La había matado a puñaladas, la había torturado. No había podido salvarla.
Cuando Antonia abrió la puerta, él la vio y caminó hacia ella. Lloraba.
—Quise salvarla —dijo con un hilo de voz.
Antonia sacó un arma de la cartera y le disparó. Mateo recibió dos balazos, pero no sintió dolor ni se amedrentó. Siguió avanzando hacia ella con el mismo puñal con el que había intentado salvar a Elisa, y se lo clavó en el corazón.
—Quise salvarla. Pero no pude.
Después, se endureció. Se quedó sin movimientos, con la mirada perdida, como cuando era chico y vio morir a su hermano y a sus padres. El tiempo se volvió una masa densa e inmóvil. No registró nada más. Ni siquiera a su hija, que golpeaba la puerta y gritaba, suplicando que la dejaran salir.
Fue Horacio quien entró y lo encontró así, inmóvil, con la mano aún cerrada sobre el mango del cuchillo. Le sostuvo la mirada un instante. Luego lo tomó por los hombros con firmeza y lo apartó del cadáver. En su habitación lo esperaba Catalina, escondida bajo la cama.
Horacio los llevó con él. Les dio una habitación a cada uno, comida caliente todos los días, y el silencio justo. Les pagó las mejores terapias, las mejores sesiones de hipnosis. Pero ninguna palabra bastó para borrar las imágenes. Ningún tratamiento logró desarmar el eco de los gritos.
Desde entonces, Mateo ya no habló de Elisa. Pero cada tanto, durante la madrugada, se despertaba jadeando, y se quedaba de pie frente a la ventana, con los ojos secos, repitiendo en voz baja:
—Quise salvarla. Pero no pude.
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