ORGULLO

Mateo golpea la puerta de la casa de Eusebia con los nudillos en carne viva.

Viene a suplicar. A implorar una cura para su mujer.

Se olvidó del orgullo, de las peleas viejas, de los bandos. Cruza la línea porque ya no le queda otra. Necesita una tregua, aunque sea mínima, para salvar a la persona que ama.

—Eusebia, por favor. No vengo a discutir. Te lo pido de rodillas si querés. Ella no tiene nada que ver. Es solo una mujer enferma. No se merece esto.

Del otro lado, primero hay silencio. Luego, unos pasos pesados. Finalmente, se abre la puerta.

Eusebia lo mira un segundo. Tiene los ojos encendidos, la mandíbula tensa.

—¿Venís a pedirme ayuda vos, Mateo? ¿Después de lo que hicieron? —escupe, sin esperar respuesta—. ¿Querés una tregua? ¿Una cura para tu esposa?

Y sin decir más, le cierra la puerta en la cara con fuerza.

Desde adentro, grita con una furia antigua, que no busca ser oída pero lo atraviesa igual:

—¡Ojalá se mueran todos! ¡Brujos, familiares, aliados! ¡Y que sufran! ¡Mientras más se mueran y más sufran, más satisfecha voy a estar!

Mateo se queda quieto frente a la puerta cerrada.

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