No es un periódico. Es un órgano. Un engranaje más en la maquinaria de control que opera sobre el pueblo desde hace generaciones.
Se presenta como un medio imparcial, comprometido con la información veraz, defensor de la transparencia y la convivencia democrática. Pero, en realidad, es la construcción meticulosa de una verdad amañada, fabricada a medida del poder que gobierna desde las sombras.
Cada noticia, cada titular, cada imagen publicada responde a una estrategia. Se ocultan los pactos, se maquillan los crímenes, se justifican las desapariciones. Los culpables son mostrados como mártires; las víctimas, como elementos desestabilizadores. Cuando alguien se rebela o hace demasiadas preguntas, el diario lo expone, lo estigmatiza, lo vuelve una amenaza pública.
La línea editorial no la dicta un director, sino una cúpula silenciosa: policías, abogados, herederos de clanes y funcionarios ligados, directa o indirectamente, a la voluntad de Horacio.
Gracias al diario, el hampa aparece como un mito urbano, el Juez como una figura ridícula o directamente inventada. Las muertes son accidentes. Los incendios, cortocircuitos. Los cuerpos que aparecen en los descampados no tienen nombre, ni pasado, ni dolientes.
Y mientras tanto, los vecinos siguen leyendo. No porque crean todo lo que se dice, sino porque necesitan una explicación que los tranquilice. Algo que les permita seguir viviendo sin mirar demasiado. Aunque, en el fondo, sepan que todo está torcido.
El diario no informa: normaliza. Repite, ajusta, moldea. Es una forma de brujería que, en lugar de transformar la materia, deforma la percepción.
En Rodríguez, la realidad no se investiga, se edita.
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