Lo conocen en Rodríguez como “el del bandoneón” o “el que tiene las llaves de todo”.
No es exageración: trabaja desde los quince años, cuando heredó el oficio de su tío Simón, un tipo silencioso que le enseñó que no hay puerta que no se abra si se escucha con atención el sonido del metal.
Armando aprendió a leer el corazón de las cerraduras como otros leen las líneas de la mano.
En su casa tiene un taller repleto de llaves antiguas colgadas como si fueran medallas.
Dice que no guarda secretos, pero todos en el pueblo saben que hay llaves que él nunca devuelve. Llaves que se quedan con él, porque hay puertas que nadie debe volver a abrir.
Pero si algo lo hace inolvidable no es eso, sino su otra pasión: el bandoneón. Lo toca en los actos escolares desde hace más de treinta años, con el mismo respeto con que trabaja las cerraduras. Nunca mira al público. Cierra los ojos, se inclina un poco hacia adelante y deja que el fuelle respire por él.
Interpretó el Himno Nacional más veces que cualquier banda militar del país, y cuando se lo pide alguna docente sensible, cierra con "El día que me quieras".
Nadie sabe bien cómo terminó teniendo el código de la bóveda del Banco de Rodríguez. Algunos dicen que fue él quien la instaló, otros que es un protocolo de emergencia, por si se muere el gerente.
Él no aclara nada. Si le preguntan, sonríe con la comisura y dice:
—No hay nada que se cierre para siempre. Pero tampoco hay que andar abriendo todo.
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