De él no queda ninguna foto.
Lo que hay son anécdotas mal contadas, versiones contradictorias y el eco de una frase que todos recuerdan: "Una cerradura es un poema al revés."
Fue cerrajero durante más de cincuenta años, aunque nadie sabe si alguna vez tuvo taller. Iba por las casas en bicicleta, con una caja de herramientas atada con piolín al portaequipaje y una radio portátil que nunca usaba.
No tocaba el timbre. Silbaba. Siempre el mismo tono.
El que abría la puerta, lo encontraba ya agachado, mirando bisagras, cerraduras, cerrojos como si fueran jeroglíficos. Lo llamaban para arreglar una puerta, pero terminaban contándole por qué se separaron, por qué no dormían bien, por qué no podían tirar esa llave vieja que no abría nada.
Simón no daba consejos. Escuchaba, soplaba un poco de grafito y se iba.
Una vez lo llamaron del banco, antes de que existiera la bóveda actual. La historia se perdió en el tiempo, pero algunos dicen que se había trabado una caja de seguridad que contenía un testamento con una confesión de asesinato.
Lo cierto es que Simón fue el único que pudo abrirla. Y lo hizo con un alfiler de gancho.
Después se fue caminando. No saludó a nadie y no volvió a pisar el banco en veinte años.
Vivió solo, con un gato cojo y una caja fuerte empotrada en la pared que nadie nunca pudo abrir, ni siquiera Armando.
Cuando murió —un diciembre caluroso, sin testigos ni entierro—, el municipio quiso donar la casa. La abrieron y encontraron solo una cama, una radio sin pilas, una libreta con letras inentendibles y una veintena de llaves colgando del techo, cada una marcada con una palabra escrita a mano: lealtad, traición, paz, miedo, regreso, nosotros, fin...
Armando nunca quiso hablar de eso. Solo dijo una vez, medio borracho, que su tío había sido "el que abría sin preguntar", y que por eso lo había querido tanto.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario