DECEPCIONADA

Le juró que lo amaría por siempre, y no mentía. Pero no podía soportar la idea de una vida sin hijos que corrieran y saltaran, que rieran y lloraran, que se enojaran, que se rebelaran.

Le juró que lo amaba, sí. Pero amaba más la idea de ser madre.

Por eso se fue. No por falta de amor, sino por exceso de deseo.

Dejó Rodríguez. Lo dejó a él. Cruzó la ruta sin mirar atrás, buscando un lugar donde pudiera empezar de nuevo sin que todo le recordara esa renuncia.

No quiso saber más de Bartolomé. No por rencor, sino por autopreservación. Alejarse era la única forma que encontró de no marchitarse.

Pasaron casi veinte años sin una sola noticia. Hasta que un día, sin buscarlo, lo encontró.

Estaba en una breve nota del diario de Rodríguez. En circunstancias misteriosas, el cuerpo de Bartolomé fue hallado sin vida, junto a otros restos aún sin identificar.

El nombre le entró como un puñal. Las palabras, como un veneno lento.

Adriana lloró durante diez días. Lloró sin consuelo.

Y aunque tenía hijos –sí, los tuvo, y fueron todo lo que soñó–, no volvió a sonreír. Ni siquiera cuando se lo suplicaron.

Porque Bartolomé había sido su primer amor. Su único amor adulto. El que eligió con la lucidez de una mujer, no con el capricho de una chica.

Y aunque había intentado olvidarlo, aunque lo había negado en su mente una y mil veces, su corazón seguía atado a él por una hebra que ni el tiempo, ni la distancia, ni la maternidad pudieron cortar.

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