Demetrio siempre vivió a la sombra de su hermano Héctor. Mientras este era celebrado por su talento natural para la hechicería y su lealtad incondicional al clan, Demetrio crecía entre miradas de desaprobación y silencios.
Entró a la policía para escapar de ese mundo cerrado, para buscar su propio camino, aunque eso implicó que Horacio nunca volviera a confiar en él.
Aun así, Demetrio nunca rompió del todo con la brujería. Cuando nació su hijo Bartolomé, puso en él todas sus esperanzas. Le enseñó lo más exigente del arte, lo entrenó con obsesión, como si la perfección del hijo pudiera enmendar la tibieza del padre. Quería demostrarle a Horacio que no lo necesitaba, pero al mismo tiempo anhelaba su aprobación.
Sin embargo, la tragedia siguió su curso. Después de la muerte de Héctor y de su hijo Nicolás, Demetrio no pudo tener más hijos. Y Bartolomé, llegado su momento, no pudo tener descendencia. Sin nietos, sin herederos, su linaje estaba condenado a extinguirse.
Horacio, lejos de conmoverse, le dio el mismo trato que a los traidores. Lo expulsó del círculo familiar y lo acusó de haber debilitado la sangre. Para Demetrio fue la última herida. Abandonó los ritos, dejó de lado la magia y se sumergió de lleno en el mundo policial que Horacio despreciaba.
Allí empezó a ver lo que no había querido ver: muchos oficiales estaban asociados con el hampa. Pero no era un entramado cualquiera. Detrás de los movimientos, las coimas y los pactos, empezaba a perfilarse la figura de su padre.
Demetrio decidió denunciarlo. Entregó nombres, pruebas, fechas. Lo que empezó como un ajuste de cuentas personal se volvió una cruzada.
Pero nadie lo apoyó. Lo aislaron, lo desacreditaron, lo acusaron de haber sido corrompido por fuerzas oscuras. Lo suspendieron. Y cuando llegó el día de entregar su arma reglamentaria, lo encontraron muerto en su despacho, con un disparo en la cabeza.
El parte oficial habló de suicidio.
Bartolomé nunca creyó esa versión.
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