DECEPCIONANTE

Intentó por todos los medios embarazar a su mujer. No solo por la estirpe, sino porque Adriana deseaba tener hijos, y él creyó que ese sería el mejor regalo, la prueba definitiva de que podía dar algo bueno.

Pero los doctores fueron terminantes: era estéril. A partir de ese momento, su vida se vino abajo.

Adriana lo abandonó, como quien deja una casa que ya no le pertenece.

Su padre, Demetrio, decepcionado por la interrupción del linaje familiar, le retiró la palabra. Poco después, comenzó a investigar —por su cuenta— las conexiones entre la policía y el hampa. Se enfrentó a la cúpula, denunció a sus propios compañeros, y los medios lo convirtieron en figura pública.

El costo fue alto. Lo expulsaron de la fuerza bajo la excusa de conspiraciones, liberaron a los corruptos implicados, y semanas más tarde Demetrio apareció muerto. El parte oficial habló de suicidio.

Como si eso no bastara, a Bartolomé también lo echaron de la academia. Oficialmente por mala conducta, pero él sabía la verdad: ya no contrataban brujos, y menos al hijo de quien había dejado al descubierto la podredumbre del cuerpo.

Se quedó afuera de todo. Naufragó solo.

Con lo justo, pagó una habitación miserable. De día, la usó como oficina. De noche, no dormía.

Se convirtió en detective privado, y pensó —sin reírse— que era una buena ironía para él: el gran privado.

A falta de otra cosa, descargó sus frustraciones golpeando gente por profesión. Golpes por encargo, verdades a la fuerza.

A veces, en la pausa entre un caso y otro, se preguntaba si seguir vivo no era también una decepción.

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