RUN LIKE HELL

Se balancea sentada. Abraza sus rodillas. Mira el incendio. No sabe. Se lo merecen. No. Ojalá que se mueran todos. Andrés, especialmente. No, no, no. No se lo merece. No es para tanto.

Quizás ahora mismo intenta escapar. O se está quemando. ¿Y si entra y los salva? ¿Por qué no sale nadie?

Y ella ahí, mirando el incendio, sin hacer nada. 

Un auto se acerca, se detiene. Se abre la puerta. Alguien baja. No, no, no. La puede descubrir. Puede acercarse y preguntarle qué pasa, ¿y qué le va a responder?

¿¡¿Ojalá que el hijo de puta de Andrés se esté prendiendo fuego?!?

No, no, no.

Luna se pone de pie de pronto y corre. Corre como cuando tenía seis años y el dóberman de la vecina la perseguía. Corre como cuando tenía doce y su tío la persiguió desnudo. Corre diez, veinte cuadras.

Todas las casas duermen. En la distancia, las sirenas cortan la quietud.

Luna se detiene en una esquina. Abre la boca y grita. Un grito primitivo, desgarrador. El primer sonido del dolor, la forma más pura de la desesperación.

Las luces se encienden. Los vecinos asoman la cabeza, curiosos, inquietos.

Luna se desploma en la calle. Se desconecta del mundo por un par de horas. 

Luego, una ambulancia la traslada al hospital.

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