Luna habla con su hermano Miguelito, gritando sin darse cuenta. Tiene las pupilas dilatadas, no pestañea. Está descolocada. Miguelito sostiene la conversación con incomodidad y trata, en vano, de calmarla, hasta que entra un policía en la habitación y lo saca.
―Señora, su auto... ―empieza a decir el policía, pero Luna lo interrumpe.
―Ya sé. ¿Hubo víctimas? Respóndame primero esto, por favor, oficial.
―La señora Eusebia y su nieto Bruno fallecieron.
―Ay, Bruno no, pobrecito. Mi hijo va a estar destrozado. Eran amigos, se quedaba siempre a dormir en mi casa.
Luna repite entre lágrimas que no se acuerda de nada. Estaba muy enojada con Andrés, pero no recuerda haber incendiado nada. No recuerda nada.
―¡Puede ser! ¡Puede ser! ¡No sé! Por favor, déjenme tranquila.
Luna ya no quiere que sigan invadiendo su habitación. ¡Que se vayan! Principalmente, la incomoda el hombre que permanece en silencio, cerca de la puerta, mirándola fijamente.
El policía la está esposando a la cama. Ella no opone resistencia.
Se van. La dejan tranquila para que aclare sus pensamientos, para que recuerde todo lo que pueda. Para que se calme, porque si sigue así, terminará en la cárcel o en el neuropsiquiátrico.
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