ADICTA

Se pasó de la raya. Literalmente.

La última noche no recordaba qué había tomado, ni cuánto. Solo sabía que había terminado en el piso de un baño ajeno, con las luces dándole vueltas y la cara sumergida en el vómito. Después, nada. Ni sirenas, ni gritos. Un apagón total.

Estuvo en coma dieciocho días. Los médicos no sabían si iba a despertar, pero ella sí: desde algún rincón turbio de su inconsciencia, Catalina sentía que todavía no era su hora. Que le faltaban un par de errores más.

Después dijo que le rozó la palma a Buda. Que soñó con una muchacha de espaldas que le tendía la mano desde la orilla de un río, pero no la alcanzaba. Que escuchaba la voz de su madre llamándola, en una mezcla de reproche y súplica. Que flotó. Que vio su cuerpo desde afuera.

Cuando despertó, no preguntó por nadie. No lloró. No dijo “¿qué me pasó?”

Pidió un vaso con agua y preguntó si conocían algún bar donde necesitaran una chica para la barra.

Quería volver a moverse. A estar de pie. A servir tragos. Volver, aunque fuera al mismo lugar donde todo se había ido al carajo.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario