A pesar de estar profundamente dormida, a Lorena se le ilumina el rostro cuando la despierta el sonido del celular. Es Flavio.
—Hola, mi amor —dice, con la voz todavía espesa de sueño—. Te extraño en nuestra cama.
Flavio también sonríe, pero no llega a responderle con ternura. Hay algo extraño en su respiración, en el silencio que se cuela entre sus palabras. Después de un titubeo breve, le da la noticia: murieron Eusebia y Bruno.
Lorena se sienta de golpe. El corazón le retumba en el pecho, como si se hubiera desacomodado dentro del cuerpo. Por un instante, no dice nada. El cuarto está oscuro, salvo por la luz azulada del celular. La voz de Flavio intenta retenerla, calmarla, explicarle algo, pero ella ya no lo escucha. Murieron. ¿Cómo murieron?
—Después hablamos —dice. Y corta.
Marca el número de Clara. El celular está apagado. Prueba con Andrés, pero le da ocupado. Finalmente llama a Susana. Ella atiende, pero no dice nada. Hay un susurro de fondo, un ruido que podría ser llanto o interferencia. Después, un clic, y el tono de corte.
Lorena se queda inmóvil unos segundos. Luego se pone de pie, se viste con lo primero que encuentra: un pantalón de gimnasia, un buzo ancho, unas zapatillas sin medias. Saca la cena de la heladera: las empanadas que había preparado más temprano. Las deja sobre la mesa, destapadas. A Flavio le gusta comerlas a temperatura ambiente, pero no frías.
Y sale corriendo hacia algún lugar donde pueda obtener respuestas.
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