Andrés llega a Rodríguez a las nueve de la mañana, seis horas después del incendio.
Todo le resulta extraño: la casa en ruinas, el cielo quieto y tan poca gente en el velorio de una mujer tan conocida.
Mariela se le acerca y lo abraza con fuerza. Él le devuelve el gesto, agradecido por no tener que hablar.
No piensa en los cuerpos. No todavía.
Busca a su tía. No está.
Tampoco encuentra a Clara, y el teléfono da apagado.
Susana parece un espectro. No se mueve del lado del féretro de Bruno. Está ahí desde antes de que llegaran los primeros, y no habla con nadie.
—Me da igual quién vino —dice sin mirarlo, apenas él se le acerca.
Andrés se queda junto a ella. Por primera vez en mucho tiempo, en silencio.
Todavía no entiende lo que pasó, pero una certeza extraña lo acosa: su madre no puede haber muerto así nomás.
Marca el número de Bartolomé. Apagado o fuera del área de cobertura.
Llama entonces a Flavio. Le cuenta que le avisó del incendio a Bartolomé y que este le aseguró estar investigando. Pero hace horas que tampoco lo pueden ubicar.
Después del entierro, Andrés va hasta los restos de la casa.
Todo es carbón y polvo. Todavía flotan cenizas. Pero él confía en las cajas fuertes. Sabe que resistieron.
La suya está debajo de un pedazo de cielorraso. La abre: plata, recuerdos, un libro viejo, papeles de propiedad.
En la de su madre encuentra flores secas, frascos con líquidos oscuros, ungüentos, una foto familiar, ramas, el autito rojo de Bruno y un muñeco vudú que no se anima a tocar.
La de Clara está cerrada con una contraseña, pero Andrés la fuerza.
Adentro: piedras, metales, hierbas. Un diario íntimo y hojas sueltas con símbolos y recetas escritas a mano. Rituales.
Se lleva todo, menos el muñeco vudú.
Durante la tarde, varios conocidos intentan comunicarse para ofrecerle apoyo y consuelo. Él no contesta. Ya no tiene ganas de ver a nadie más.
Conduce hasta una calle apartada, estaciona en la sombra y se queda quieto, rodeado de los últimos objetos sanos de su casa.
El diario tiembla en sus manos. Lo abre.
No hay un solo párrafo que no lo descoloque.
Clara no es Clara. No como él la había conocido.
Hay resentimiento en cada línea. Rencor dirigido hacia él, y hacia su madre.
En las últimas páginas, un nombre repetido: Mateo. Con fascinación, con deseo, con sometimiento.
Y entre las hojas: brujería. Invocaciones.
Una mezcla para romper vínculos.
Otra para generar fiebre.
Una tercera que habla de la destrucción de la memoria.
Andrés cierra el diario. Lo aprieta contra el pecho. Mira por la ventanilla.
Mateo la usó. La embrujó. Clara no fue la misma desde que lo conoció.
Todo tiene sentido, pero ya es tarde.
Ya no hay qué defender.
Ya no queda familia que salvar.
Y si Clara sigue viva, ya no hay perdón posible. Pero tampoco va a denunciarla.
Apaga el celular. Enciende el motor.
Sin avisar, sin despedirse de nadie, se va.
Vuelve a Mar del Plata.
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